¿Sincero o sincericida?
La sinceridad es algo que casi todos valoramos en las personas que nos rodean. Decimos y/o escuchamos continuamente frases como “yo lo que más valoro de una amistad es la confianza y la sinceridad”, o “me contaron lo que iba diciendo de mí, es una falsa”, por poner un ejemplo.
Pero ¿qué es la sinceridad? ¿Cómo tiene que ser o actuar una persona para ser considerada “sincera” hoy en día?
Actualmente la sociedad considera sincera a una persona que dice todo lo que piensa, sin filtros, sin morderse la lengua, sea para bien o para mal. Sin pensar en las consecuencias. Sin pensar en el que recibe esas palabras. Estas personas, además, se distinguen porque de vez en cuando acompañan toda la retahíla de su discurso con un broche dorado en forma de frase:
«Te lo digo por tu bien»
(¡Oh! ¿Sí? ¿Me lo dices por mi bien? Qué curioso, porque ahora estoy hecha una m****a y antes de que me dijeras nada, ¡no!)
La persona que recibe toda esa “sinceridad” muchas veces queda «hecha polvo», con el ánimo por los suelos y totalmente desmotivada. Pero eso no es lo peor de todo: para colmo, hay que agradecerle a ese amigo, familiar o conocido “sincero” sus palabras, ya que te las dice con la mejor intención del mundo, por tu bien…
Hoy en día, afortunadamente, cada vez más se está haciendo hincapié en la diferencia entre sinceridad y sincericidio, entre ser sincero y ser sincericida. Es importante que todos interioricemos esta distinción, que reflexionemos sobre ella.
Sincericidio es expresar tu opinión sobre algo libremente, sin tapujos, a menudo sin que te pidan realmente tu opinión, y sobre todo sin tener en cuenta la reacción que provocarán tus palabras en la persona que las recibe.
Sinceridad es no decir algo que no piensas o sientes, es no mentir, es expresar tu opinión cuando te la piden, pero teniendo en cuenta a la persona que tienes enfrente, sus sentimientos y su posible reacción.
El problema está en que mucha gente considera que ser sincero es ser sincericida, y todo lo que se distancie de eso es ser una persona falsa.
Subestimamos el poder y el valor de las palabras. A menudo escupimos palabras sin pensar, sin reflexionar en la repercusión que estas pueden tener en los demás. Por tanto, para mí una persona que se acerca a otra y le dice “pues sí que has engordado desde que nos vimos la última vez, ¿eh?”, es un sincericida. La conocida del pueblo que le dice a una madre que camina con su hijo “vaya cómo tiene la cara tu hijo, ¡cuántos granos!” es una sincericida. El abuelo que le dice a una de sus nietas “deberías estudiar más para sacar las notas que sacan tus primos” es un sincericida. Personalmente, me ofende que a estas personas se las llame “sinceras” y encima se les tenga que dar las gracias.
Las cosas se pueden decir de muchas maneras, y no sólo a bocajarro. Hay cosas que tienen que ser dichas, sí, por el bien de un amigo, un hijo, un padre, un hermano… Pero pueden ser dichas con cuidado, tratando de no dañar al otro, siendo empático, hablando con cariño.
Y, por otro lado, hay cosas que no merecen la pena ser dichas. No es insincero quedárselas para uno mismo, si tu intuición o tu cabeza te dicen que esas palabras no van a ningún lado. Tampoco es egoísta reservarte algunas opiniones para ti: egoísta es contar que puede hacer daño a la otra persona por el simple hecho de aliviar tu conciencia, para compartir la carga, para no sentirte insincero o «falso».
Este 2017 intentemos ser más conscientes de nuestras palabras, de su repercusión, y de los destinatarios de éstas. Cambiemos de ACTITUD. Intentemos ser sinceros y no sincericidas. Tratemos de ser menos egoístas, y aprender que, a veces, el silencio es más conveniente que unas palabras mal dichas.